martes, 19 de octubre de 2010

El lenguaje libra Batalla

Claudia Piñeiro para LA NACION
Las palabras que elegimos para nombrar no son inocentes. Existe un efecto ideológico del lenguaje, que es explotado por algunos e ignorado por otros. Cuando Mauricio Macri dice, refiriéndose a la toma de colegios en la ciudad que gobierna, "uno no puede ni tomar una Coca-Cola que no esté en su heladera", opera ideológicamente. Además de equiparar el verbo "tomar" con "agarrar" y "robar", parte de la base de que quien recibirá su mensaje podrá decodificarlo "desde el sentido común" ya que tiene heladera, toma Coca-Cola y es capaz de condenar, como él, la toma de colegios como manifestación política.
Sólo algunos actores dentro de una sociedad pueden usar el lenguaje para sostener su posición. Para el resto queda, con tiempo y esfuerzo, advertirlo y resistir. Tres ejemplos
El primero, año 1983. Cuando el país regresó a la democracia, empezamos a nombrar el pasado reciente como "el Proceso". Llevó un tiempo darnos cuenta de que ése no era el nombre adecuado. ¿Qué proceso? Ningún Proceso de Reorganización Nacional. Lo que vivimos fue una dictadura militar y así había que nombrarla. Aunque el cambio de una expresión por otra no sucedió de la noche a la mañana. Poco a poco, muchos fuimos abandonando el uso de la palabra "proceso" y adoptando el uso de las palabras "dictadura militar". No todos lo hicieron. Pero hoy, en 2010, quienes nombran al período de la historia argentina que va de 1976 a 1983 de una forma o de la otra toman (otra vez el verbo "tomar") una postura política. Ya no es inocente llamar Proceso a ese período. Las palabras trazan una línea y está bien que así sea.
El segundo ejemplo es reciente. La sociedad discutía si se le daría o no derecho a contraer matrimonio a una pareja formada por dos mujeres o por dos hombres. "Ley de matrimonio gay", empezamos llamándola. Pero a medida que pasaban los días, cambiamos el nombre y elegimos llamarla "ley de matrimonio igualitario". ¿Por qué? Porque no se trataba de una ley que regulara el casamiento de la comunidad gay (lo que habría sido discriminatorio), sino de asimilar a esas parejas a la ley de matrimonio existente. El mismo matrimonio para todos. Hablar hoy de ley de matrimonio gay implica una discriminación que, en el mejor de los casos, puede ser todavía involuntaria. Esta evolución del lenguaje no está tan consolidada como la anterior. Llevará un tiempo, pero el modismo también caerá en desuso y se trazará otra línea.
El tercer ejemplo es tan actual que estamos parados sobre él. Escuchamos a diario la frase "a favor del aborto" o "pro aborto". Lenguaje que juzga e intenta que el mensaje sea decodificado unívocamente: "pro aborto = asesino". Nadie es pro aborto; las mujeres que quedan embarazadas y deciden interrumpir su embarazo seguramente preferirían no haber quedado embarazadas. Pero ante el hecho consumado del embarazo no deseado, de lo que se trata es de poder elegir. Por eso se está a favor o no de "la despenalización del aborto", de la "legalización del aborto", no del aborto. Y esto no es menor. Ni mucho menos inocente. Cuando escuchamos decir: "Jueza a favor del aborto", o "la Iglesia condena la postura pro aborto de Fulano de tal", debemos tener en claro por qué se elige decirlo de esa manera: no sólo para descalificar, sino también para evitar la posible discusión de la ciudadanía sobre el tema. ¿Quién se sentiría capaz de decir: "Yo soy pro aborto"? En cambio, muchos más estarían en condiciones de cuestionarse si están a favor o no de la despenalización del aborto. Discutir si en la Argentina una mujer sin recursos económicos debe o no tener acceso a la interrupción de un embarazo no deseado con las mismas medidas de higiene y seguridad con que hoy lo hacen en el mismo país las mujeres que tienen dinero.
Hace un tiempo, vi un programa de televisión en el que enfrentaron a la madre de una discapacitada violada, a la que un juez no le permitía abortar, con una mujer que pertenecía a una institución que abogaba por prohibir el aborto en todas las circunstancias y para todas las mujeres. Esa mujer llamaba "abuelita" a la madre de la chica violada y embarazada. Lo decía con un tono suave, hasta cariñoso. La madre de la chica violada entendió rápidamente qué trataba de hacer esa mujer con el uso de esa palabra, y supo defenderse. "A mí no me llame de ese modo; yo no soy abuela de nadie", dijo.
Las palabras son poderosas. El lenguaje libra batalla. Puede ser una vía de dominación, pero también de resistencia. Cuando un discurso apela al "sentido común", no se nos permite pensar cómo son o funcionan las cosas, sino sólo si se adecuan o no a un sistema preexistente y hegemónico. Equiparar la toma de colegio con tomar la Coca-Cola de una heladera, o llamar "abuelita" a la madre de una chica embarazada porque fue violada intentan eso.
El análisis crítico del discurso debería ser una materia obligatoria desde la escuela primaria. Así tendríamos herramientas para resistir desde el lenguaje.
© La Nacion
La autora es escritora. Su última novela es Las grietas de Jara

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